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Durante el Martes Santo, una multitud de fieles se reunieron en la Basílica Catedral de Piura para participar de la celebración de la Santa Misa Crismal que fue presidida por el Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V, la misma que fue concelebrada con los sacerdotes provenientes de toda la Arquidiócesis. El clero participó de la bendición de los óleos de los Catecúmenos y de los enfermos, y de la consagración del Santo Crisma, aceites usados en los sacramentos del bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos, a través de los cuales se edifica la iglesia.

La Santa Misa se llevó a cabo la renovación de las promesas sacerdotales de todos los presbíteros presentes. Ellos renovaron ante el Arzobispo de Piura su consagración y dedicación a Cristo, a la Iglesia y a los hermanos. En el marco de la emergencia que Piura y Tumbes están viviendo por las fuertes lluvias e inundaciones, Mons. Eguren le pidió a los sacerdotes que esta Semana Santa salgan a buscar a las personas allí donde viven, donde sufren, donde esperan, para llevarles el bálsamo del amor y hacerles presente que el Señor las ama con un amor incondicional y fiel, ya que la compasión es el lenguaje de Dios. «Que nuestro pueblo fiel, advierta y note que llevamos en nuestros corazones, sus nombres e historias, muchas de ellas cargadas de dolor, barro, y agua», les dijo nuestro Pastor a los sacerdotes.

Al finalizar la Santa Misa y con ocasión de celebrarse también este día la institución del sacerdocio, los presbíteros de nuestra Arquidiócesis, recibieron de parte del Arzobispo de Piura un hermoso obsequio, y ellos a su vez le hicieron llegar, una vez más, sus muestras de cariño, solidaridad y cercanía, como Padre y Pastor.

A continuación, publicamos la homilía completa:

“La compasión es el lenguaje de Dios”

Queridos hijos y hermanos sacerdotes:

Celebramos esta Misa Crismal en un momento muy difícil para Piura y Tumbes a consecuencia de las intensas lluvias e inundaciones que venimos padeciendo, las cuales están dejando a su paso mucho dolor, desolación, pobreza, y muerte.

Pero a pesar de este marco de emergencia, hoy renovamos con esperanza nuestras promesas sacerdotales, es decir, la alegría de la unción recibida el día de nuestra ordenación sacerdotal. Al hacerlo, el Señor Jesús nos pide crecer en nuestro “oficio de amor”, es decir, en apacentar a Su rebaño con la compasión y la ternura de su Sagrado Corazón, porque en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, el Dios-que-consuela se hizo carne entre nosotros. Así lo experimentó el justo Simeón, quien tuvo la dicha de acoger entre sus brazos al Niño Jesús, y de ver en Él realizada “la consolación de Israel” (Lc 2, 25).   

Como sacerdotes, participamos de la compasión del mismo Cristo. En efecto, el Evangelio nos dice que Jesús, “al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban angustiados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Por ello, y como otros Cristos que somos, los animo a que de nuestra parte llegue una palabra y un gesto de esperanza a cuantos hoy sufren y padecen. No nos olvidemos que, la “compasión es el lenguaje de Dios…es involucrarse en el problema del otro, es jugarse la vida por él”.[1] 

Desde el día de nuestra ordenación sacerdotal, nuestro oficio sólo consiste en ser el rostro vivo del amor del Señor en la vida de nuestros hermanos, es decir, en dar el amor de Cristo a los demás, y hoy en día, de manera especial, a los damnificados que sufren y lo han perdido todo. El sacerdote, como auténtico padre espiritual que es, nunca puede abandonar a sus hijos. Hoy más que nunca, el Santo Pueblo Fiel de Dios, necesita de nuestra presencia, necesita ser congregado, amado, consolado, curado, y alentado por la esperanza, una esperanza que de nuestra parte debe tomar la forma de escucha, acogida, solicitud, bondad, y caridad.   

Si bien nuestro ministerio sacerdotal está destinado en primer lugar a la Iglesia, es decir, a la comunidad de los hermanos en la fe, también está destinado a la sociedad en su conjunto, que hoy más que nunca, está necesitada del anuncio de la Palabra divina y de la vida nueva de Cristo resucitado que se comunica por los sacramentos.

Oremos en estos días, para que la gracia de esta Semana Santa toque por fin el corazón de nuestras autoridades y de los responsables de realizar las obras de prevención y desarrollo que, desde hace muchísimos años, tanto necesitan y esperan Piura y Tumbes.

Renovación de nuestras promesas sacerdotales      

Renovar hoy nuestras promesas sacerdotales, no es un mero reiterar un conjunto de compromisos y responsabilidades laborales, sino que es, esencialmente, un volver la mirada hacia Jesús, el autor y consumador de nuestra fe (ver Hb 12, 2) y, por tanto, de nuestra vocación. Y en ese cruzar la mirada con el Señor, dejarnos traspasar, nuevamente, por su amor, y así renovarnos en la certeza de nuestro llamado, y de que, con Él, todo es posible, por más pequeños, limitados y frágiles que seamos. Esta fue la hermosa experiencia de San Pablo, cuando exclamó: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13). Renovar nuestras promesas sacerdotales, es también estar dispuestos a cooperar activamente con la gracia de nuestro sacerdocio, como nos pide San Pedro: “Poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección por las buenas obras” (2 Pe 1, 10).  

Hoy que consagramos el Santo Crisma para los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, y el Orden Sagrado, así como los Óleos de los Catecúmenos y de los Enfermos, recordemos que la unción que hemos recibido el día que fuimos ordenados sacerdotes del Señor, es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos, para los descorazonados y desesperados (ver Lc 4, 18).

Como bien nos recuerda el Papa Francisco: “La unción, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite y amargo el corazón…Por ello hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones”.[2]  

El Señor nos pide una Semana Santa en donde salgamos a buscar a las personas allí donde viven, donde sufren, donde esperan, para llevarles el bálsamo del amor y hacerles presente que el Señor las ama con un amor incondicional y fiel. Que nuestro pueblo santo nos vea ministros del Señor Jesús. Que nuestro pueblo fiel, advierta y note que llevamos en nuestros corazones, sus nombres e historias, muchas de ellas cargadas de dolor, barro, y agua. Que, a través de nuestra presencia, palabras, y gestos, el Santo Pueblo Fiel de Dios, reciba de nuestra parte, el óleo de la esperanza que hace brotar la alegría, aquel óleo, que derramó sobre nosotros, el día de nuestra ordenación, el Espíritu de Jesús, el Ungido del Padre, y de esta manera experimenten el consuelo y la fortaleza que sólo da Jesucristo resucitado.

Queridos sacerdotes: Estén cerca de nuestro pueblo. Como el Señor con la hemorroísa (ver Mc 5, 24-34), dejémonos tocar por el pueblo de Piura y Tumbes, pueblo cariñoso, creyente, y muy sensible a las cosas de Dios.

Aprovechemos cada oportunidad que se nos presente en estos días, para encontrarnos con nuestra gente, llorar con ella y compartir su anhelo de una Piura y un Tumbes más justos y reconciliados. Sepamos transmitirles la esperanza cristiana que está fundada en Dios mismo que es Amor, un Amor que jamás nos abandona, que siempre nos sostiene, y que nos permite vencer toda adversidad.  

En esta Semana Santa demos a todos el testimonio alegre y pleno del Señor Resucitado. Sólo Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, es capaz de abrirnos a la certeza de un futuro mejor para todos, porque detrás del Viernes de la Pasión, y del Sábado de la Sepultura, está el Domingo de la Resurrección, y el triunfo de la Vida.

No quiero concluir estas palabras, sin agradecerles el invalorable servicio sacerdotal que realizan en nuestras parroquias y comunidades, así como la entrega paternal con que acompañan día a día el crecimiento de la vida cristiana en nuestros hermanos. Con el Papa Francisco les digo: “Gracias de corazón, por lo que son y lo que hacen; gracias por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia. Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren…Gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias”.[3]

A María Santísima, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, le pido, que cuide, guíe, y proteja a todos sus hijos sacerdotes, pero de manera muy especial a los de Piura y Tumbes. Por eso a Ella le rezo:

Madre de Cristo,
Sumo y Eterno Sacerdote,
fuente de reconciliación para el mundo,
derrama sobre nosotros su luz,
su amor, su perdón.

Madre de la Vocación,
Madre de los sacerdotes;
hazlos puros, hazlos limpios,
vibrantes en la oración.

Hazlos fuertes en la esperanza,
firmes en el amor,
fuentes vivas, llamas nuevas,
murallas de la Ciudad de Dios.

Haz que sean santos y sean sacerdotes
según el Corazón de tu Hijo Jesús.
Amen.

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