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San Juan Pablo II es una gran figura del siglo XX, a quien la historia reconoce totalmente. También es un personaje del siglo XXI: falleció cuando éste ya había comenzado y su herencia religiosa sigue siendo un punto de referencia. Testigo de la compleja encrucijada polaca, fue protagonista de la escena mundial a lo largo de 27 años. Karol Wojtyla fue una figura decisiva en la historia religiosa contemporánea, pero también un líder que situó a su Iglesia en el centro de la historia. A su funeral asistieron los grandes de la tierra, los exponentes de las religiones del mundo, junto con muchísima gente, y fue un acontecimiento sobre el que se concentró una enorme atención en todo el mundo.

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Tanto interés por un Papa nos hace comprender cómo Juan Pablo II haya sido una personalidad decisiva para su Iglesia, para los cristianos, y cómo fue también un líder global capaz de tocar las fibras de muchos mundos. Karol Wojtyla representaba la “fuerza de la esperanza” a los ojos de los cristianos y de sus contemporáneos. No se resignó a la decadencia de la Iglesia y del mundo religioso, convencido de que el cristianismo representaba una fuerza de liberación de los hombres y los pueblos. “La fe que mueve montañas” fue el corazón dinámico de un pontificado centrado esencialmente en la comunicación del mensaje del Evangelio a todas las latitudes. Un Papa que trabajó en escenarios globales, a menudo difíciles y confrontados, en los que nunca tuvo miedo de sumergirse. Fue un Papa “victorioso” en la confrontación con el imperio soviético, al que, en los años 70 y 80, los observadores atribuían aún una larga vida.

La itinerancia representó para este Papa, desde el comienzo de su ministerio, un componente institucional de su forma de entender el pontificado. A aquellos que, en varias ocasiones, expresaron su perplejidad por la frecuencia con la que el Papa abandonaba Roma, Juan Pablo II respondió que salir de su diócesis era un hecho inherente a la nueva dimensión universal del carisma petrino. Hubo un tiempo en que los fieles iban a visitar al párroco. Ahora es el pastor quien sale en busca de sus ovejas. El ser nómada a lo largo de los caminos del mundo constituyó para Wojtyla, antes de una experiencia física, una dimensión interior y mística. Con Juan Pablo II se invierte, por primera vez, de manera orgánica y sistemática, en la dinámica de la Iglesia católica, la relación secular entre centro y periferia. En esta incansable itinerancia, el Papa parece buscar una nueva declinación de la catolicidad, adecuada a los signos de los tiempos. No sólo se siente el sucesor del Apóstol Pedro, sino también heredero del ministerio paulino.

Con Juan Pablo II se invierte, por primera vez, de manera orgánica y sistemática, en la dinámica de la Iglesia católica, la relación secular entre centro y periferia. En esta incansable itinerancia, el Papa parece buscar una nueva declinación de la catolicidad, adecuada a los signos de los tiempos. No sólo se siente el sucesor del Apóstol Pedro, sino también heredero del ministerio paulino.

Juan Pablo II, es ante todo misionero que llega a todos los rincones del mundo para llevar el Evangelio de Cristo. Por lo tanto, la primera y constante reforma de su ministerio es la afirmación de la centralidad de la misión. A los jóvenes que, en 1987, en Buenos Aires, le preguntan cuál es su mayor preocupación por la humanidad, el Papa responde: “pensar en aquellos que aún no conocen a Jesucristo”. La misión para él tiene una primacía sobre cualquier otra forma. Tiene el culto y la espiritualidad del encuentro, convencido de que siempre surgirá algo bueno de esto. Es una de las tesis básicas de su pontificado, por eso, con razón se le llama “el Papa peregrino”.

Juan Pablo II tiene una relación muy especial con el continente latinoamericano, al cual realiza 26 de sus viajes pastorales alrededor del mundo. El Papa “viajero” llama a Sudamérica “el continente de la esperanza”. La primera vez que puso pie allí fue unos meses después de su elección al solio papal en 1979, cuando visitó la República Dominicana, México y las Bahamas. En su “geografía espiritual”, América Latina ejerce sin lugar a duda, como él mismo declaró varias veces, una atracción particular y representa un destinatario privilegiado de su vasto magisterio. Wojtyla comprendió el cambio de los escenarios religiosos que se estaba produciendo al principio de su pontificado. El 42% de los más de mil millones de católicos censados a principios del tercer milenio vive en América Latina. En la geopolítica wojtyliana, no sólo existe el rechazo a la división entre Oriente y Occidente, sino también a aquella entre el Norte y el Sur del mundo.

Juan Pablo II emprendió su primer viaje pastoral para inaugurar la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, del 27 de enero al 13 de febrero de 1979. El discurso con el que Juan Pablo II abre la Conferencia es uno de los más importantes de su pontificado y es el fruto de la reflexión personal de un hombre que desde muy joven ha meditado sobre los aspectos morales de la violencia revolucionaria como respuesta a la injusticia social. El discurso, de gran hondura teológica, se inspira en la Evangelii nuntiandi, considerada por el Papa como el manifiesto programático de la Iglesia post-conciliar, y se centra en tres grandes temas: la verdad sobre Cristo, la verdad sobre la misión de la Iglesia y la verdad sobre el hombre.

Wojtyla no cree que la verdadera liberación venga de la revolución, reiterando que la primera tarea de la Iglesia no es la liberación política, sino la creación de hombres libres. Teme que la Iglesia se reduzca a una agencia político-social. El Papa se enfrenta a la crisis del catolicismo latinoamericano tratando de fortalecer su identidad eclesial, sin negar el compromiso social. Sus intervenciones en relación con la teología de la liberación son juzgadas por algunos círculos eclesiales y teológicos como contrarias a cualquier forma de pluralismo ideológico, y representarían un “punto de inflexión espiritualista”. Estos juicios, como muchos protagonistas de esa experiencia teológica reconocerán en los años siguientes, carecen de serenidad y de una perspectiva histórica equilibrada.

Juan Pablo II rechaza ciertas formulaciones de la teología de la liberación, pero nunca condena el movimiento como tal. Su preocupación es limitar la influencia del marxismo en la teología y reafirmar con fuerza el valor liberador del cristianismo, reconociendo la fuerza y el valor liberador del nuevo camino teológico.

Los dos documentos emitidos por la Congregación para la Doctrina de la Fe durante su pontificado: Instrucción sobre ciertos aspectos de la “teología de la liberación”, del 6 de agosto de 1984, y Libertatis conscientia sobre la libertad cristiana y la liberación, del 22 de marzo de 1986, expresan la preocupación de que este nuevo camino teológico pudiera representar un magisterio paralelo, pero por otro lado reconocen los méritos que esta nueva forma de hacer teología había tenido en la vida del catolicismo latinoamericano. En su discurso a los obispos de Brasil, el 13 de marzo de 1986, el Papa dedicó una parte considerable de su intervención a la cuestión de la teología de la liberación, expresando el deseo de que ese camino teológico original profundizara aún más en su propia reflexión. El Papa hace suyos muchos de los temas de este movimiento teológico, como se ve por ejemplo en la Novo Millennio Ineunte, en la que destaca con fuerza que la opción preferencial por los pobres es irreversible.

Desde el comienzo de su pontificado Juan Pablo II comprende la seria amenaza que el neo-pentecostalismo representa para la Iglesia católica. En el discurso de apertura de la XIX Asamblea Ordinaria del CELAM, celebrada en Puerto Príncipe (Haití) el 9 de marzo de 1983, denunció expresamente la falta de un verdadero mensaje evangélico que muestran estas experiencias, lanzando el programa de una nueva evangelización: “nueva en su ardor, sus métodos y sus expresiones”. No se debe adaptar el Evangelio a la cultura, sino al contrario, evangelizar las culturas. Al año siguiente, el 12 de octubre de 1984, en el estadio Olímpico de Santo Domingo, volvió al tema, lanzando un apremiante llamamiento a todos los católicos a vivir su vocación con fuerza y coraje.

En la Christifideles laici el Papa, pensando en América Latina, escribe: “En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad… Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones”. Para Juan Pablo II la religiosidad popular, por lo tanto, no es en modo alguno la expresión de aquella superficialidad y falta de plenitud que a menudo han despertado la sospecha y el desprecio de las élites cultas de los creyentes. Para él es, en cambio, un camino privilegiado para la evangelización en el contexto latinoamericano.

Durante su pontificado, y no deja de ser significativo destacarlo adecuadamente, el número de candidatos diocesanos y religiosos al sacerdocio en todo el continente pasó de 8,520 en 1978 a 22,241 en 2003. Un aumento que no necesita más comentarios. Wojtyla encarna un modelo de sacerdote y obispo contemporáneo, atractivo, carismático y místico.

Pero Wojtyla siempre ha considerado fundamental la cultura en todas sus formas. Y esto también en virtud de su vocación original de poeta. En los casi 27 años de su pontificado Juan Pablo II estuvo en el origen de un patrimonio teológico en el que se despliega el mapa de un pensamiento ramificado en muchos itinerarios teóricos: pastorales, sociales, culturales. Una producción compuesta por 14 encíclicas, 15 exhortaciones apostólicas, 11 constituciones, 45 cartas apostólicas, miles de discursos y por último 5 libros. Entre las estrellas que brillan con mayor intensidad hay que recordar Redemptor Hominis 1979, Dives in Misericordia 1980, Dominum et Vivificantem 1986, Redemptoris Mater 1987, Mulieris dignitatem 1988, Evangelium Vitae 1995, Fides et Ratio 1988, Veritatis Splendor 1993, Ut Unum Sint 1995. Además de las tres encíclicas sociales fundamentales Laborem Exercens 1981, Sollicitudo Rei Socialis 1987 y Centesimus Annus 1981.

Para él, la cuestión de América Latina no puede abordarse separadamente de la de América del Norte. América es una. Esta es la originalidad geopolítica de su visión, codificada en el documento Ecclesia in America, que representa la síntesis más avanzada del magisterio social del Papa Wojtyla. Todo el documento está dedicado a cuestiones sociales: el problema de la deuda externa, la corrupción, el comercio y el consumo de drogas, la perturbación ecológica, el empobrecimiento del continente, la urbanización caótica. El Papa denuncia los pecados sociales y esboza una nueva globalización, basada en la solidaridad, pidiendo a las Iglesias latinoamericanas que se comprometan para que “no haya, en absoluto, marginados”.

Con la intención de establecer una nueva relación entre el centro y la periferia y una mayor integración pastoral entre la Curia Romana y las Iglesias nacionales, Wojtyla privilegia como instrumento de gobierno los sínodos continentales, expresión de su visión profética. Se celebrarán más de diez asambleas especiales referidas a continentes específicos o áreas geográficas específicas.

En cada una de sus visitas se encuentra con las muchísimas almas del variopinto mosaico de la realidad latinoamericana, los pobres, los mineros explotados, los campesinos perseguidos, los indios marginados, los mundos de los suburbios urbanos, el mundo de la cultura y los intelectuales, pero sobre todo los jóvenes, con los que establece un sentimiento profundo e inmediato. Su participación en el Día de la Juventud en Buenos Aires es un triunfo rotundo. A lo largo de la Avenida 9 de Julio, en abril de 1987, hay más de dos millones de personas. Los jóvenes se sienten atraídos por este Papa magnético, como un imán.

Durante sus 27 años de pontificado, se involucró personalmente en una serie de complejas transiciones negociadas de la dictadura a la democracia: El Salvador, Guatemala, Chile, Paraguay, haciendo de la defensa de los derechos humanos y de la protección legal de las minorías un foco prioritario de su magisterio social. Fruto de esta geopolítica del diálogo y la reconciliación fue su viaje a Cuba, del 21 al 26 de enero de 1998. La prensa internacional describió esa visita como “los cinco días que cambiaron la isla”. Más de tres mil periodistas y operadores de televisión narran al mundo este acontecimiento. El leitmotiv de la visita papal está bien representado por el lema del viaje: “Que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba”. En este marco es necesario recordar su relación con monseñor Romero, una figura que algunos sectores del episcopado consideran demasiado comprometida políticamente y que el Papa decide personalmente apoyar y respaldar. “Romero es nuestro”, diría solemnemente de rodillas ante la tumba del arzobispo de San Salvador.

Es imposible no hacer una breve mención, recordando este histórico pontificado, a la particular devoción de Wojtyla por la Virgen y a su amor por los santuarios latinoamericanos, y no recordar que san Juan Pablo II fue el Papa que canonizó a Juan Diego Cuauhtlatoatzin en Ciudad de México el 31 de julio de 2002. Durante sus viajes visitó muchos de los santuarios latinoamericanos componiendo una serie de oraciones especiales, de dedicación a la Virgen, una expresión de su amor latinoamericano por los santuarios del Nuevo Mundo. De él, el 15 de marzo de 1978, el cardenal Stefan Wyszynzki dijo: “Hemos elegido a un Papa mariano. Nadie lo es como Wojtyla”.

América Latina acompaña los últimos años de su ministerio pastoral. Durante 2001, 2002 y gran parte de 2003 recibió visitas ad limina de todos los episcopados de América del Sur, con la excepción de Colombia y México. Se reunió personalmente y colegialmente con todos los obispos, abordando con ellos los temas y problemas del continente. Este magisterio “de la última hora” es el legado particular que Karol Wojtyla deja a las Iglesias de esos países.

Fue él quien aprobó definitivamente la convocatoria de la Conferencia de Aparecida, después de una reunión con un grupo de cardenales llegados a Roma a defender esa causa, entre ellos el entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, respecto a la perplejidad de algunos círculos eclesiásticos que por aquel entonces afirmaban que las asambleas continentales o los sínodos especiales sustituían la necesidad de convocar una asamblea continental, como aquella promovida por el CELAM.

Todos los discursos están impregnados de lo que, en cierto sentido, fue la pasión de toda su vida: la comunicación del Evangelio. Se dedicó a este sueño con pasión y generosidad, derribando muros psicológicos, perturbando la rutina de las oficinas eclesiásticas, haciendo de “esta debilidad” su fuerza, como paladín de la fe.

Fue un hombre que, incluso en los momentos más oscuros, buscó siempre una visión de futuro, abriéndose camino entre los signos.

Trujillo, 16 de mayo de 2020

Mons. Miguel Cabrejos Vidarte, OFM
Arzobispo Metropolitano de Trujillo,
Presidente del Episcopado Peruano y del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)

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