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Por Monseñor Miguel Cabrejos / Presidente del Celam

La Primera Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe reafirmó la inaplazable necesidad de “reconocer y valorar el protagonismo de los jóvenes en la comunidad eclesial y en la sociedad como agentes de transformación”. Históricamente, este desafío pastoral siempre ha sido crucial para llevar adelante la misión evangelizadora de la Iglesia en nuestro continente, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II.

En la Conferencia de Medellín (1968), al discernir sobre la situación de los jóvenes, los obispos adoptaron “una actitud acogedora hacia la juventud” y emprendieron con decisión el desarrollo “en todos los niveles, en los sectores urbanos y rural, dentro de la pastoral de conjunto, de una auténtica pastoral de juventud” (DM 5, 13-14).

Años más tarde, en Puebla (1979), la Iglesia latinoamericana y caribeña, al definir los grandes derroteros de su servicio evangelizador, abrazó la opción preferencial por los jóvenes con el propósito de “presentar a los jóvenes el Cristo vivo, como único salvador, para que evangelizados, evangelicen y contribuyan, con una respuesta al amor de Cristo, a la liberación integral del hombre y de la sociedad, llevando una vida de comunión y participación” (DP 1166). Es claro que “la Iglesia ve en la juventud una enorme fuerza renovadora” (DP 1178).

La Conferencia de Santo Domingo (1992) reafirmó esta opción preferencial por los jóvenes “no solo de modo afectivo sino efectivamente”, al apostar por “un acompañamiento y apoyo real con diálogo mutuo entre jóvenes, pastores y comunidades”, y reconociendo, además, que es imprescindible destinar “mayores recursos personales y materiales” (DSD 114) para alcanzar este propósito.

De igual forma, los obispos en Aparecida (2007) hicieron un llamado a “privilegiar en la Pastoral de Juventud procesos de educación y maduración en la fe, como respuesta de sentido y orientación de la vida, y garantía de compromiso misionero”. Para ello, es preciso “procurar una mayor sintonía entre el mundo adulto y el mundo juvenil” (DAp 446), a través de metodologías pastorales adecuadas.

¿Qué sería de la Iglesia sin los jóvenes? Hoy, cuando transitamos por un inédito proceso sinodal que nos invita a revitalizar nuestras experiencias eclesiales de comunión, participación y misión, estamos convencidos de que los jóvenes “son la esperanza de una sociedad mejor, de una Iglesia más viva, son el presente y el futuro”, como lo ha dicho el papa Francisco. Por eso, necesitamos escucharlos más –desde sus propios lenguajes– y aproximarnos a sus culturas –con todo su universo simbólico– para saldar brechas pastorales y descubrir allí las ‘semillas del Evangelio’.

Desde el Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (Celam) nos sentimos llamados a salir al encuentro de las nuevas generaciones y seguir tendiendo puentes que promuevan su protagonismo en la Iglesia y en la sociedad. Al optar por los jóvenes asumimos el reto de evangelizarlos y de dejarnos evangelizar por ellos.

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